Vacas, carros y nubes
La digitalización y la sostenibilidad son conceptos que acaparan hoy la atención de las agendas públicas, y la pandemia de la covid-19 ha acelerado su relevancia como objetivos prioritarios de la acción política. Sin embargo, creo que no se está haciendo suficiente hincapié de que estamos ante una revolución científico-técnica que está produciendo una convergencia y fusión de las tecnologías físicas, digitales y biológicas, generando con ello una serie de nuevos procesos productivos e innovaciones en la oferta de bienes y servicios. El Internet de las Cosas, la Inteligencia Artificial, la Computación Cuántica, la Realidad Virtual, los Vehículos Autónomos, la Impresión 3D, la Nanotecnología, la Robótica, la Biotecnología, la Ciencia de Materiales, el Big-Data, la Minería de Datos y el Almacenamiento de Energía, son campos que, entre otros, están protagonizando esta nueva ola de innovaciones -que en terminología adoptada hace un siglo por el ruso Nikolái Kondratieff podría constituir un nuevo ciclo de onda larga-, que para unos, los tecno-optimistas, se trata de la Cuarta Revolución Industrial y que para otros, como el economista norteamericano Robert J. Gordon, estudioso de la evolución de la productividad, la acuñan como la Tercera.
Las innovaciones en el campo biológico -y la genética en particular- son realmente impresionantes. En los últimos años se ha logrado reducir espectacularmente los costes e incrementar la facilidad de la secuencia genética, y más recientemente los avances se han producido para activar o modificar genes. La biología sintética será el paso siguiente al proporcionar la posibilidad de personalizar organismos mediante la configuración del ADN, lo que generará no solo efectos favorables en la medicina, sino también en la agricultura y la producción de biocombustibles.
La capacidad de alterar la biología puede aplicarse a prácticamente cualquier tipo de célula, lo que permite la creación de plantas o animales genéticamente modificados, así como la modificación de las células de organismos adultos, incluidos los seres humanos. Recientemente, en China han logrado criar una vaca transgénica que produce leche baja en lactosa. Y no está lejos el momento en que las vacas puedan ser diseñadas para producir en la leche un elemento de coagulación de la sangre, del cual los hemofílicos carecen. Así pues, en un futuro no muy lejano tendremos que hablar de ganaderías de vacas “normales” y de ganaderías de vacas “diseñadas”.
Cambiando de campo, el pasado mes de julio, Amazon, el líder mundial de la venta en línea, anunciaba el lanzamiento de un nuevo producto: el Dash Cart. Se trata de un carrito inteligente, que detecta los artículos y su cantidad -incluye un anillo de cámaras, una báscula y sensores de visión y peso- que se depositan en el carro y que una vez concluida la compra permite salir por un carril especial sin tener que pasar por caja ni hacer cola, siempre que se haya iniciado sesión en Amazon desde el móvil. Esta apuesta por la comodidad y la automatización busca crear un modelo híbrido que una los espacios digitales y físicos, y que con toda seguridad va a producir cambios muy significativos en nuestros hábitos de compra y, por otra parte, tendrá un impacto negativo en los puestos de trabajo de los supermercados y las grandes superficies. Queda por ver a qué velocidad se producirá la transición del carrito actual a los inteligentes.
La nueva revolución industrial está generando grandes beneficios y grandes retos, y hasta ahora el consumidor parece ser el gran ganador, ya que cuenta hoy con una mayor variedad de bienes y servicios a precios más asequibles. Sin embargo, no se puede afirmar lo mismo en el caso de los trabajadores, que han visto -en muchos casos- reducidos sus niveles salariales y la seguridad en el empleo.
Además de la nube en la que particulares y empresas almacenan todo tipo de archivos -por ejemplo, 150 millones de fans de Apple utilizan iCloud-, la llamada nube humana está adquiriendo una importancia creciente y está suponiendo que el paradigma prevalente del trabajo se esté perfilando a través de una serie de transacciones entre el trabajador y la empresa, en vez de una relación duradera entre ambos. Cada vez más empresarios de ciertas ramas productivas recurren a una nube virtual para realizar determinadas tareas por parte de aspirantes a trabajar localizados en cualquier parte del mundo. Se trata de la nueva economía bajo demanda en la cual los proveedores de mano de obra ya no son empleados en el sentido tradicional, sino más bien trabajadores independientes que realizan tareas específicas.
Este proceso lo ha resumido de forma muy gráfica Arun Sundararajan, profesor de la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York, al señalar que podríamos estar encaminándonos hacia un futuro en el que parte de la fuerza laboral obtendrá sus ingresos ejerciendo varias actividades productivas. Así se podrá ser a la vez un conductor de Uber (transporte de personas), un comprador de Instacart (servicio de compras para terceros), un anfitrión de Airbnb (alquileres para vacaciones) y un Taskrabbit (servicio de reparaciones del hogar y tareas de limpieza). Se trata de unas plataformas globales, presentes en multitud de países y que controlan los mercados en los que operan, con un reducido nivel de inversión en relación a su volumen de negocio, pues normalmente el capital lo aportan estos nuevos autónomos que ofrecen una variedad de servicios.
En ese sentido, la economía digital presenta claras ventajas para ciertas empresas de servicios, dado que las plataformas de la nube humana califican a los trabajadores como independientes y por tanto hasta ahora están exentas de la exigencia de abonar salarios mínimos, cotizaciones como empleadores y prestaciones sociales. En palabras de Daniel Callaghan, director ejecutivo de la firma inglesa MBA & Company: “ahora usted puede traer a quién quiera, cuando quiera y exactamente como quiera, y dado que no son sus empleados, no tiene que lidiar con problemas de empleo y regulaciones laborales”.
En esta tierra plana, en frase feliz del periodista norteamericano Thomas Friedman, se ha incrementado de forma significativa la desigualdad económica y además existe un voluminoso ejercito de reserva dispuesto a trabajar por salarios bajísimos y aceptando precarias condiciones de vida. En ese contexto ha surgido lo que el economista inglés Guy Standing ha bautizado con el nombre de precariado. Esta nueva clase social está cada vez más presente en nuestras economías: trabajadores que tienen un empleo inseguro, inestable, que cambian continuamente de un trabajo a otro, frecuentemente con contratos no deseados a tiempo parcial y adscritos a puestos de trabajo negociados e intermediados por agencias privadas de trabajo.
El desafío al que nos enfrentamos exige idear nuevas formas de contratos sociales y una regulación laboral que se adapten a una fuerza de trabajo cambiante y a la naturaleza cambiante del trabajo. Si no somos capaces de diseñar respuestas adecuadas, la Cuarta Revolución Industrial podría llevarnos al lado oscuro del futuro del trabajo, con niveles crecientes de fragmentación, aislamiento y exclusión en nuestras sociedades.
En este mundo desbocado -impulsado por esta revolución tecnológica que nos acompaña-, que ya nos anunciaba a principios de este siglo el sociólogo inglés Anthony Giddens, están por venir muchos más cambios y transformaciones profundas en la economía, la política y las relaciones sociales. Lo complejo y la incertidumbre son elementos que estarán muy presentes en nuestras vidas durante los próximos años y habrá que acostumbrarse a tomar decisiones en ese tipo de escenarios ¿Qué análisis haría Karl Marx de la economía actual de China?
Cómo y quién pagará la factura del COVID-19
Publicado en el periódico La Nueva España, domingo, 19 de abril de 2020
Por razón de edad, pertenezco al grupo de mayor riesgo ante esta pandemia, tengo la lógica preocupación y me estoy preparando mentalmente para un aislamiento prolongado, aunque ello esté perturbado cada día que pasa por la angustia que me produce la oleada de odio y rencor que como virus adicional se está inoculando a la población española tan traumatizada y llena de inquietud ante la incertidumbre del futuro: nunca pensé que las redes sociales se convertirían en el instrumento que hace posible acciones tan miserables. Sin embargo, no es este el motivo que me ha movido a escribir este artículo, ha sido mi preocupación por volver a repetir los errores de la crisis del 2008.
Recordarán que la explosión de aquella estafa monumental derivada de la autorregulación de los mercados financieros trajo consigo declaraciones grandilocuentes de refundación del capitalismo -entre otros, Nicolás Sarkozy y el entonces presidente de la patronal española, Díaz Ferrán- y la recomendación del G-20 de incrementar el gasto público, que se concretó en España en el Plan para el Estimulo de la Economía y el Empleo (Plan E), también conocido como Plan Zapatero. No obstante, esa estrategia pretendidamente keynesiana no fue acompañada con reformas fiscales para su financiación como en su día hizo Franklin D. Roosevelt al desarrollar su famoso New Deal para hacer frente a la hoy recordada gran crisis del 29.
De forma esquemática, las consecuencias de la crisis que se desencadenó con la quiebra de Lehman Brothers fue una caída de la recaudación fiscal y un endeudamiento creciente, que supuso en España pasar de una deuda pública del 40 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) en 2008 a una tasa del 101 por ciento en 2016 y a un 95 por ciento en la actualidad. La presión fiscal se incrementó entre 2009 y 2018 en 4 puntos porcentuales, pero acentuando la desigualdad del reparto de la carga fiscal al aumentar en 5 puntos un impuesto tan regresivo como el IVA: 2 puntos con Zapatero y 3 puntos con Rajoy. Las políticas económicas adoptadas han generado una devaluación salarial, mayores niveles de pobreza y una mayor desigualdad en la distribución de la riqueza como ponen de manifiesto los indicadores utilizados por la Unión Europea.
Así pues, debería tenerse muy presente que afrontamos la crisis generada por el COVID-19 con un país fuertemente endeudado y con unos mecanismos de redistribución bastante limitados, pues el porcentaje de ingresos públicos en nuestro país es uno de los más bajos de la Unión Europa de los 15 Estados miembros que existían antes de la ampliación al Este (UE-15), alcanzando el 39 por ciento del PIB: sólo Irlanda y el Reino Unido se sitúan por debajo, colocándose nuestro indicador a casi 7 puntos de la media comunitaria y a más de 14 puntos de Francia y a más de 12 puntos de Dinamarca, que son los países comunitarios con mayores niveles de presión fiscal. Por cierto, recientemente este último país se ha tomado como referencia desde ciertas instancias empresariales para proponer una participación de la financiación publica en el abono de los salarios, pero ignorando que su presión fiscal es del 52 por ciento. Asimismo, la red de protección social española se encuentra en los puestos de cola de la UE-15, según los últimos datos armonizados disponibles de Eurostat, España con un gasto en protección social -excluido el de educación- del 23 por ciento del PIB ocupa el antepenúltimo lugar y se sitúa a casi 5 puntos de la media comunitaria y a 9 y 8 puntos de Francia y Dinamarca, respectivamente, que son los países que mayor gasto social registran en relación a su PIB.
Los mayores gastos sanitarios que está generando la lucha contra el COVID-19, así como el conjunto de medidas que han venido adoptando las administraciones públicas para tratar de hacer frente al shock económico que se está produciendo va a suponer un crecimiento muy notable del gasto publico y la importante reducción que va a experimentar la actividad económica implicará con toda seguridad una fuerte caída de la recaudación, todo ello va conducir a un incremento del endeudamiento que supondrá unos niveles de deuda pública que probablemente superaran ampliamente el cien por cien del PIB, con las consecuencias negativas que ello tendrá en los presupuestos de años venideros al tener que afrontar los gastos de la deuda.
Estamos asistiendo a la demanda generalizada de ayudas al Gobierno de la Nación por parte de todo tipo de colectivos sociales, empresas, autónomos e incluso por gobiernos de comunidades autónomas. Además, parece que está bastante extendida la opinión que la experiencia de esta pandemia debería conducir a una mejor dotación de la sanidad pública y, asimismo, parece que se va a poner en marcha un ingreso mínimo vital, que curiosamente recolecta apoyos inusitados de conocidos neoliberales, incluido el presidente del Circulo de Empresarios. Sin embargo, nadie está hablando de cómo se tiene que financiar todo este crecimiento del gasto público, frente a una menor recaudación de impuestos y de cotizaciones sociales, hay quién incluso propone que ante esta situación se deben bajar los impuestos. Parece que se vuelve a repetir la misma historia que ocurrió con la crisis del 2008, primero se recurre al Estado para que pague la factura del desastre y después ante los déficits públicos y el crecimiento de la deuda y los problemas derivados de su financiación se proponen recortes en las principales partidas de los gastos sociales.
Ante esta gravísima situación y una vez que se vaya superando la crisis sanitaria, habría que plantear seriamente la cuestión de cómo se debe financiar la salida de la crisis económica y qué tipo de Estado de Bienestar queremos tener en nuestro país. No se puede demandar un sistema de protección social desde “la cuna a la tumba” tipo Dinamarca con un sistema fiscal como el español. No nos engañemos de nuevo, ni teníamos la mejor sanidad del mundo, ni tampoco nuestro Estado de Bienestar -si se compara con otros países de nuestro entorno- constituye una red adecuada de protección frente a la adversidad, la enfermedad y la vejez: los milagros operan en ámbitos distintos de la economía y de la política.
Más allá de las donaciones por muy loables que éstas sean, seguirá habiendo algunos ciudadanos y algunas empresas que obtengan ingresos, rentas, beneficios y tengan riqueza acumulada, y por tanto sigue habiendo dos formas distintas de enfrentar la salida de la crisis: a) bajando impuestos y confinando la política social fundamentalmente a la mera creación de empleo; b) afrontando reformas fiscales que nos aproximen, por ejemplo, a niveles de presión fiscal similares a la media de la UE-15 y que permitan construir un mejor Estado de Bienestar en España. En el primer caso, algunos tendrán más dinero en el bolsillo, pero todos tendrán que abordar individualmente el aseguramiento de todo tipo de riesgos, lo que será todo un problema para los ciudadanos de bajos ingresos; mientras que en la segunda opción existe una mutualización en la cobertura de los riesgos con una financiación pública según la capacidad de renta de cada uno.
Creo que la gravedad del momento actual requiere abandonar la política del twit y del relato y la economía de zombies de la que nos habla Paul Krugman, para que, además de las medidas paliativas para afrontar la crisis económica y social que se nos viene encima, concentrar todos los esfuerzos y energías posibles en poner en marcha un amplio programa de políticas activas y reformas para lograr unas administraciones públicas más eficientes en la prestación de los servicios públicos -incluido una revisión a fondo de los mecanismos de cooperación del sistema autonómico que han fallado estrepitosamente ante esta pandemia-, medidas más eficaces para favorecer una mayor competencia en ciertos sectores y un plan nacional de mejora de la productividad y de modernización digital acompañado de un reforzamiento de las actividades de investigación e innovación. El objetivo de todo ello sería fomentar una economía española más competitiva y sostenible en un entorno de cambio tecnológico acelerado y transición ecológica, sin menoscabo de que en paralelo se diseñe de forma adecuada una red eficiente de prestaciones sociales y se posibilite el funcionamiento del ascensor social con una educación pública de calidad. En definitiva, más mercado y más y mejor Estado.
A lo largo de estos párrafos he orillado deliberadamente la dimensión de la Unión Europea porque las opciones que se manejan giran por ahora principalmente en el entorno de las facilidades crediticias y no en un incremento significativo del presupuesto comunitario que hay que recordar que no supera el 1 por ciento del PIB europeo, frente a un presupuesto federal de Estados Unidos que hace unos años se situaba en el entorno del 20 por ciento de su PIB.
Estamos ante un reto de dimensiones históricas, si como sociedad no acertamos en la respuesta y si la política no está a la altura de las circunstancias, mucho me temo que el sufrimiento y la penuria vaya a volver a afectar a una parte importante de la población española y que el conflicto social aparezca en el horizonte. En estos días en que el confinamiento me ha llevado a la lectura del Capital e Ideología de Thomas Pikettty, me ha venido a la memoria una mujer avanzada de su tiempo, Mary Wollstonecraft, que en 1792 sentenciaba que “es justicia y no caridad lo que necesita el mundo”.
La plurinacionalidad como significante vacío (y II)
Un proyecto de integración solidaria
A lo largo de estos años el Estado de las Autonomías ha asumido, entre otras, las competencias que incluyen las grandes rúbricas del gasto como son la educación y la sanidad, sin que paralelamente se haya construido una clave de bóveda del sistema que haga posible una verdadera cooperación entre las regiones y la administración central. Ante esta situación, el Partido Popular parece que se apunta a la lógica conservadora de no cambiar nada y da la impresión de ir a remolque de los acontecimientos, mientras que por su parte el PSOE ha propuesto recientemente como gran novedad la vía de la plurinacionalidad, sin mayores especificaciones al respecto. En el caso de Podemos es difícil concretar cuáles son sus propuestas en esta cuestión, pues pasan fundamentalmente por someterlas en cada caso a lo que decidan los ciudadanos de cada región.
Por otra parte, seguir la pauta que se utiliza mucho en España de que los problemas se solucionan simplemente con un cambio de legislación nos llevaría a creer que el problema territorial desaparecerá con una reforma de la Constitución de 1978. Sin embargo, en mi opinión se puede avanzar bastante si se adoptan algunas decisiones y acuerdos políticos en el actual marco constitucional.
En primer lugar, debería aclararse en qué consisten las diferencias entre nacionalidades y regiones contempladas en el artículo 2 de nuestra Constitución. Por ejemplo, habría que aclarar quienes son las nacionalidades y cuales sus competencias con respecto al resto de regiones. Y en este punto se debe hacer una aclaración importante: ¿pueden negociar bilateralmente las llamadas nacionalidades con la Administración Central, o bien se deben sentar en una única mesa en donde estén presentes las diecisiete autonomías y el gobierno central? En ese marco, cabe preguntarse si se debe consolidar o no la relación bilateral del País Vasco con el Estado a través del concierto y del cupo, y de si un nuevo encuadre de Cataluña en España pasa también por una relación bilateral, adopte ésta una forma u otra: en eso precisamente consistía el federalismo asimétrico defendido por Pascual Maragall, y que en la práctica era más bien una propuesta de confederación muy alejada de los principios del federalismo.
En segundo lugar, y para tratar de lograr una mayor eficiencia en la asignación de recursos públicos, así como para poner en marcha procesos de codecisión entre los gobiernos regionales y el gobierno central, habría que alcanzar un gran pacto político para revisar el desglose de las competencias autonómicas en tres grupos: las atribuidas de forma exclusiva a una u otra administración, las que se desarrollan de forma compartida con el gobierno central y aquellas otras competencias que se ejercen en paralelo por ambos niveles de gobierno. Las competencias compartidas deberían considerarse más una vía de ejercer de forma más eficiente una competencia que una cesión de soberanía, ya que, por ejemplo, un órgano federal puede tener una mayor información de la oferta sanitaria en el conjunto de España a la hora de diseñar un nuevo hospital en una determinada región, que cuando se proyecta desde la óptica de un modelo regional sanitario autosuficiente. Algo similar ocurre con la compra de medicamentos, pues el poder negociación que se tendría frente a las grandes multinacionales farmacéuticas si se hiciese de forma conjunta sería muy superior al de cada región de forma aislada. Estos dos ejemplos -se podrían poner otros muchos- muestran como unos mecanismos federales de codecisión podrían evitar despilfarros y generar ahorros en la asignación de los recursos públicos, que por cierto son escasos para cubrir las necesidades y proceden del bolsillo de los ciudadanos.
En tercer lugar, habría que diseñar un nuevo sistema de codecisión para ejercer las competencias compartidas que supere el funcionamiento actual de las Conferencias Sectoriales, en las que el ejecutivo central tiene la capacidad de iniciativa y en las que no existen reglas explícitas de votación para llegar a acuerdos, salvo que se produzca unanimidad por parte de los gobiernos regionales, lo que resulta muy costoso y difícil en términos de toma de decisiones entre administraciones con objetivos muchas veces diferentes.
El diseño de unas reglas de votación para ejercer de forma conjunta las competencias compartidas requiere previamente un acuerdo sobre el número de votos que se asigna a cada región y a la administración central. Y en esta materia existen diferentes modelos en el campo del federalismo. Desde aquellos en los que se determina que cada territorio tiene un voto y el gobierno federal los mismos que la suma de los estados federados, hasta aquellos otros en los que el número de votos de cada miembro de la federación es atribuido en función de la población ponderado por otros criterios políticos que garanticen un mínimo de votos para los territorios más pequeños. Esta última opción estaría en linea con el método utilizado en la Unión Europea para asignar los votos a los Estados miembros.
Además de la asignación del número de votos el proceso de codecisión requiere un acuerdo en los procedimientos de votación. Habría que determinar en qué materias se precisa la mayoría simple, en cuales la mayoría cualificada o reforzada y si se puede dar o no una minoría de bloqueo. Incluso habría que ver si hay que establecer en algún caso la unanimidad como requisito para alguna cuestión.
Probablemente el listado de asuntos enunciados en los párrafos anteriores podría ser ampliado y sobre el mismo tener posturas muy diferentes, pero en todo caso los problemas que actualmente presenta el Estado de las Autonomías -que reitero van más allá de los problemas ligados a la cuestión catalana- requieren que se abandonen los nominalismos y se ofrezcan propuestas concretas por parte de los diferentes partidos que sirvan de base para una discusión que propicie un gran acuerdo político.
España ha llegado tarde a la construcción del Estado de Bienestar, ya que el proceso que se abrió con la Segunda República en el campo de las políticas sociales fue abortado por un golpe de estado y cuarenta años de dictadura, mientras que nuestros vecinos europeos se dedicaban a diseñar las políticas y los servicios para combatir a los cinco males que aquejaban a sus sociedades: la Necesidad, la Enfermedad, la Ignorancia, la Miseria y la Pereza. Con variantes y opciones políticas diversas, algunos países de nuestro entorno han desarrollado un Estado de Bienestar cuya protección va desde “la cuna a la tumba”. A pesar de los grandes avances realizados, España se encuentra a la cola en el porcentaje de gasto en protección social con respecto al Producto Interior Bruto dentro del ranking de los quince Estados miembros anteriores a la ampliación al Este.
Frente a ello, un Estado de las Autonomías que genere un Estado de Bienestar con diferencias regionales no puede ser considerado el mejor camino para garantizar la igualdad entre los ciudadanos españoles. Y hay que decir claramente que mayores cotas de autogobierno regional llevan ineludiblemente a mayores diferencias en los servicios públicos que se prestan a los ciudadanos: las diferencias en los catálogos de prestaciones sanitarias, la importancia y calidad de la educación pública, la existencia de una renta mínima garantizada son claros ejemplos de la forma de ejercer la autonomía en nuestro país y que determinan políticas sociales cada vez más diferenciadas.
En 1933, Indalecio Prieto señalaba que lo que más echaba de menos en su labor de gobernante era no conocer de modo suficiente a España, por haberla visto solamente a través de las neblinas de los paisajes norteños. Hoy necesitamos volver a conocer a una España, que lejos del patriotismo de banderita, sea un proyecto de integración solidaria de sus nacionalidades y regiones que refuerce su papel a desarrollar en Europa y en el mundo.
La plurinacionalidad como significante vacío (I)
La necesidad de reformar el sistema autonómico español
El pasado mes de junio Francisco González de Lena publicaba un post en este blog en el que nos hablaba de la invasión de los significantes vacíos en la actividad política y el carácter plurinacional es quizás la muestra más reciente de estas fórmulas sin contenido para tratar de arreglar el encuadre de Cataluña en España.
Al margen de las referencias a Bolivia como ejemplo de Estado plurinacional o el reconocimiento de que el concepto se está desarrollando por parte de un significado miembro de la nueva dirección del PSOE, lo cierto es que más allá de los nominalismos utilizados -tal como el de nación de naciones o similares- resulta del todo necesario que las propuestas políticas referidas al modelo territorial se concreten lo más posible para evitar el confusionismo que términos como el federalismo asimétrico -que en su día utilizó Pascual Maragall y que hoy vuelven a utilizar los socialistas valencianos en sus reciente congreso- tengan significados reales bastante diferentes al federalismo clásico.
Han pasado cuatro décadas desde que en las manifestaciones de la Transición se gritaba el eslogan unitario “Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía” y de entonces para acá se ha ido configurando un país muy distinto en lo económico y en lo político. Centrándonos únicamente en el plano territorial, superados ya los debates sobre las vías lentas y rápidas del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones establecido en el artículo 2 de la Constitución de 1978, concluido hace ya bastantes años el proceso del traspaso de competencias y abordadas varias reformas de los estatutos de autonomía, parece oportuno interrogarse si el llamado Estado de las Autonomías ha resuelto satisfactoriamente el problema territorial en España.
En primer lugar, creo oportuno señalar que se ha convertido en un tópico afirmar que el proceso autonómico ha generado mayores tasas de crecimiento de la economía española a lo largo de las últimas décadas, lo cual no tiene mayor fundamento que la dificultad de generar un modelo alternativo que simule cual hubiese sido el crecimiento en el caso de un Estado más centralizado en los campos de la política fiscal, con una regulación única sobre la unidad de mercado y, por sólo poner un ejemplo, en el campo de las políticas sociales, con un Sistema Nacional de Salud. Soy consciente de que la mayoría considera innecesario un ejercicio de este tipo ya que opina que el modelo territorial español es irreversible y beneficioso y únicamente este asunto le preocupa a los jacobinos -como es mi caso- que seguimos pensando en la prevalencia sobre los territorios de la famosa triada de la Ilustración y de la Revolución Francesa: los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad en un ámbito territorial cada vez más amplio. Que si primero impulsaron revoluciones que trajeron la democracia a muchos países, actualmente deberíamos aspirar a que se consoliden en el marco de la Unión Europea.
En España, más allá de los problemas y reivindicaciones que, a pesar del alto nivel de competencias alcanzado, siguen planteando los diversos nacionalismos -actualmente en plena ebullición en Cataluña y en stand by en el País Vasco- el proceso autonómico ha ido creando lo que se pueden calificar como “nuevos nacionalismos de baja intensidad” en el resto de los territorios al centrarse principalmente el debate político en la defensa de unos abstractos e inconcretos intereses regionales frente a un ente perturbador de los mismos: la Administración Central, o más coloquialmente Madrid. De esta forma, en España el Estado tiende a configurarse más como una suma de diecisiete sistemas regionales que tienen un adversario único que como un proyecto en común de país.
Curiosamente a este “nuevo nacionalismo regional” se han ido apuntando con más o menos fervor los diferentes partidos, desde la derecha hasta todas aquellas variantes que han surgido de la crisis del movimiento comunista. Asimismo, y desde hace algún tiempo, la ausencia de liderazgos nacionales en el PSOE le ha impulsado a este mismo posicionamiento: la existencia de los llamados barones regionales constituye en este partido centenario un claro indicador de la prevalencia de los territorios sobre los ciudadanos.
Al margen de las mejoras que el proceso autonómico haya generado en campos como el de la convergencia regional, se pueden señalar algunos problemas que dicho proceso ha ido produciendo a lo largo de estos años. En primer lugar, la legislación que se ha ido aprobando en las diferentes regiones ha tenido un impacto negativo sobre la unidad de mercado. Se tardaron casi cuatrocientos años en lograr un mercado único en España -desde la unidad política de los Reyes Católicos hasta la aparición de la peseta como moneda de curso legal el 19 de octubre de 1868- y parece que en los últimos cuarenta años nos hemos empeñado en seguir el camino contrario. El asunto parece un tanto contradictorio, pues en paralelo, y desde hace décadas, estamos participando en nuestra condición de Estado miembro de la Unión Europea en lograr un mercado único europeo.
En segundo lugar, el hecho de que la gestión de ciertos impuestos haya sido cedida a las Comunidades Autónomas, así como el desarrollo desigual de los impuestos propios de cada región ha generado distorsiones -principalmente en el caso de los impuestos sobre Patrimonio y sobre Sucesiones y Donaciones- en la localización de personas y capitales. Este asunto está dando lugar a importantes diferencias que atentan contra el principio de igualdad en materia fiscal de los ciudadanos españoles.
En tercer lugar, la existencia de crecientes economías de escala en la prestación de algunos servicios públicos, como es el caso de la atención sanitaria -especialmente en las actividades que utilizan tecnologías avanzadas y que requieren elevadas inversiones así como altos niveles de utilización-, exigirían un diseño que tenga en cuenta el marco del conjunto del país, lo que choca frontalmente con la concepción de sistemas sanitarios regionales autosuficientes en los que se están configurando diferentes catálogos de prestaciones sanitarias.
En cuarto lugar, la existencia o no de un salario social o medida equivalente, así como las importantes diferencias regionales en su cuantía, pone en evidencia que los españoles sufren fuertes diferencias en la garantía de una renta mínima en función de la región en la que residan.
Se podrían señalar otros muchos ejemplos -como el de la investigación científica y la oferta de enseñanzas universitarias- en los que las duplicidades y la falta de cooperación regional pueden estar generando una ineficiente asignación de recursos públicos.
En consecuencia, y al margen de que en estos momentos la cuestión catalana acapare el debate político territorial, si se realiza un análisis serio del proceso, la conclusión es que el desarrollo del Estado de las Autonomías ha generado desigualdades en los derechos y deberes de los españoles según su región de residencia.
Ante esta situación caben dos actitudes. O bien ignorar los problemas que el proceso autonómico ha generado, siguiendo la máxima del conservador inglés Lord Balfour de que “más vale hacer lo que se ha hecho siempre, aunque sea una tontería, que hacer cosas sabias que no se han hecho nunca”, o bien abordar en profundidad el asunto haciendo propuestas de reforma que concreten mecanismos que aumenten la cooperación regional y frenen la actual tendencia a la desigualdad entre españoles.
Noticias que explican la desigualdad
Como nos señala Joseph Stiglitz, el grado de desigualdad que existe en el mundo no es inevitable, ni es consecuencia de leyes inexorables de la economía: es una cuestión de políticas y estrategias. Pues bien, con la crisis que arranca en 2008, el tema de la desigualdad económica se ha ido situando en el centro del debate político. Y ante esta cuestión existen básicamente dos enfoques; por un lado, estarían aquellos que defienden que la desigualdad se puede reducir simplemente con un mayor crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) y del empleo (“la mejor política social es crear empleo”), o en otras palabras, la mejor manera de ayudar a los pobres es aumentar el tamaño de la tarta económica del país. Por otro, estarían aquellos para los que el crecimiento económico es condición necesaria pero no suficiente en la lucha contra la desigualdad y que aquél debe ir acompañado de políticas fiscales y de gasto social que permitan una mayor redistribución de la renta y de la riqueza: hay que centrarse también en el trozo de la tarta que reciben las personas con menores ingresos, sin que ello signifique abandonar el objetivo de cómo hacer que esa tarta se haga más grande. Dejando a un lado este interesante debate y remitiendo al lector a los abundantes datos y propuestas que sobre el tema realiza Thomas Piketty en su colosal trabajo El capital en siglo XXI, me centraré en una noticia aparecida recientemente que pone de relieve la gran brecha salarial que existe en nuestro país.
El pasado 13 de febrero aparecía en la sección de Economía del periódico La Nueva España el siguiente titular: “Ana Botín cobró del Santander 7,49 millones en 2015, el 11,6 por ciento más”. Sorprendentemente esta noticia no ha tenido ningún eco a lo largo de estas semanas en que tanto se ha hablado de desigualdad con motivo de los debates para formar nuevo gobierno. Es muy posible que con estos ingresos la principal ejecutiva del Banco Santander no tenga aún plaza en ese autobús imaginario que ha utilizado Oxfam Intermon para visualizar que sus 62 pasajeros, los mayores multimillonarios del mundo, acumulan tanta riqueza como la mitad más pobre de la población del planeta (3.600 millones de personas). Sin embargo, la cifra de las retribuciones de la presidenta del Banco Santander si nos permite realizar algunas comparaciones y consideraciones sobre las diferencias de renta existentes en nuestro particular solar patrio.
Si se tiene en cuenta que más de un tercio de los asalariados españoles (unos 5 millones de personas) percibieron tan sólo 9.080 euros en 2015, es decir, el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en ese año, la retribución de la principal ejecutiva del Banco Santander significa que cada uno de esos 5 millones de asalariados debería trabajar 825 años -más de ocho siglos- para sumar lo que aquélla recibe como salario en un sólo año. En otras palabras, la retribución diaria de Ana Botín (20.520 euros) es más del doble de lo que gana en un año un trabajador que perciba el salario mínimo. Asimismo, si se considera que el año pasado la principal ejecutiva del Banco Santander recibió 2,3 millones de euros como aportación a su plan de pensiones, su retribución total en 2015 ascendería a 9,8 millones de euros: 1.078 veces lo que recibe un trabajador que cobra el salario mínimo.
Además, la citada noticia también nos señalaba que el salario de esta ejecutiva del mundo financiero -sector al que le debemos esta prolongada crisis- había aumentado un 11,6 por ciento en 2015 (778.530 euros), mientras que en ese mismo período el salario mínimo tan sólo se incrementó en un 0,5 por ciento (3 euros). Por tanto, si los salarios más altos se incrementan a tasas tan elevadas y los más bajos apenas crecen (la subida del salario mínimo para el año 2016 fue del 1 por ciento) y si, además, se tiene en cuenta que cada vez son más los trabajadores españoles que reciben unas retribuciones que no superan el salario mínimo (incluso algunos trabajos a tiempo parcial y por horas están generando que muchos empleos ni siquiera lleguen a ese nivel), no parece difícil concluir que, si se mantienen esas tendencias en los próximos años, la desigualdad no hará más que crecer tal y como lo ha venido haciendo a lo largo de las últimas décadas.
La presidenta del Banco Santander pertenece a ese selecto grupo de 5.000 asalariados españoles que según la Agencia Tributaria tienen bases imponibles superiores a los 600.000 euros anuales. A esta élite salarial, también pertenecía Julio Linares, ex-Consejero Delegado de Telefonica, que según noticias publicadas en 2013, al cesar en su puesto percibió más de 33 millones de euros, de los que 24,8 millones fueron en concepto de indemnización por cese y 8,6 millones como retribución salarial de 2012 (lo que equivale a 955 años de trabajo de un asalariado que perciba el salario mínimo). En cambio, en ese mismo año un profesional con tres décadas de antigüedad en su empresa y con un salario de 75.000 euros percibiría como indemnización en concepto de despido improcedente la cantidad de 124.000 euros, unos 91.000 euros menos que la que le hubiese correspondido si no se hubiese aplicado la reforma laboral de 2012.
Algunos economistas laborales señalan que mayores niveles educativos conducen a salarios más elevados. Me pregunto: ¿qué nivel educativo poseía este ejecutivo de Telefónica para ganar unas 130 veces más que un catedrático de Universidad? Por otra parte, los 33 millones que recibió este directivo de Telefónica en 2012 significan 10 veces más que lo que recibe un reconocido investigador universitario a lo largo de toda una trayectoria de cuarenta años de trabajo.
Después de presentar estos datos no debería caerse en propuestas simplistas orientadas a establecer topes máximos a las retribuciones de los ejecutivos (de dudosa eficacia), sino más bien habría que centrarse en qué instrumentos de redistribución se están aplicando a las rentas salariales. Si nos centramos en las cotizaciones sociales, en 2015, un perceptor del salario mínimo ingresó un total de 3.290 euros en concepto de cuota patronal y obrera a la Seguridad Social, algo más del 36 por ciento de su nomina. Por su parte, los dos ejecutivos citados anteriormente, al existir un tope máximo de 43.272 euros en la base de cotización, sólo aportaron 15.686 euros, lo que significa que su tipo efectivo de cotización no superó el 0,20 por ciento. En este sentido, cabe señalar que las cotizaciones sociales son un impuesto proporcional con un tope máximo que hace que las aportaciones de los altos ejecutivos a la Seguridad Social sean testimoniales en relación con sus niveles salariales. Frente a ello, en vez de caminar en la dirección de acercar las bases de cotización a los salarios percibidos, se vienen escuchando propuestas de reducir las cotizaciones sociales y compensarlas con la subida del IVA. Con esta medida se está proponiendo -sin sonrojo alguno- que los parados y los asalariados peor pagados aporten a la financiación de la Seguridad Social el mismo porcentaje cuando, por ejemplo, abonen su recibo de la luz o compren sus alimentos, que aquellos que pertenecen al selecto club de los que ganan más de 600.000 euros anuales: todo un mecanismo de redistribución inversa.
Si se pasa al campo de la fiscalidad, el tipo máximo del impuesto sobre la renta (IRPF), que el gobierno del Partido Popular ha reducido recientemente del 45 al 43 por ciento, se aplica a todas las rentas superiores a los 60.000 euros anuales ¿Qué razón hay para que exista una escala progresiva entre un tipo mínimo del 17 por ciento y un tipo del 35 por ciento para rentas inferiores a 60.000 euros, mientras que el tipo máximo se aplica tanto para un ingreso de 60.001 euros como cuando se perciben 7,5 millones de euros? La progresividad del impuesto de la renta se ha ido reduciendo en la mayoría de los países a lo largo de las últimas décadas siguiendo las recomendaciones políticas del llamado Consenso de Washington y esta es una de las causas principales de la crisis que vienen padeciendo los diferentes Estados de Bienestar.
Sin perjuicio de que resulta del todo imprescindible una decidida batalla contra la corrupción en todas sus manifestaciones y a todos los niveles, y que asimismo deba abordarse un plan eficaz de lucha contra los diferentes tipos de fraude, en 2014 el sistema fiscal en España ha generado unos ingresos que representaron el 38,6 por ciento del PIB, lo que nos sitúa a la cola de la antigua Unión Europea a quince Estados miembros. Según Eurostat, por detrás de nuestro país sólo figuran el Reino Unido (38,2 por ciento) e Irlanda (34,4 por ciento). La presión fiscal en España es 8 puntos porcentuales menor que la media de la Eurozona (46,8 por ciento) y 20 puntos inferior a la que registra Dinamarca (58,4 por ciento). Además, Finlandia (54,9 por ciento), Francia (53,6 por ciento), Bélgica (52 por ciento), Suecia (50,1 por ciento) y Austria (50 por ciento) son países en los que los ingresos públicos representan más de la mitad del PIB y en los que el Estado de Bienestar tiene un alto nivel de prestaciones sociales. Por otra parte, la distribución de la carga fiscal en nuestro país ha empeorado en los últimos años, pues se ha producido una reducción de los tipos del impuesto sobre la renta y en cambio se ha incrementado en 5 puntos el IVA (del 16 al 21 por ciento), impuesto que se paga sin que se tenga en cuenta el nivel de ingresos de los contribuyentes.
Por eso no es de extrañar que en las estadísticas comunitarias de protección social, España vuelva a situarse en los últimos lugares con un gasto social -que incluye sanidad, pensiones, desempleo y otras prestaciones, excluido el gasto en educación- que significa el 25,9 por ciento del PIB: sólo Luxemburgo (23,6 por ciento) tiene una ratio menor. La media de la Eurozona, con un gasto social del 30,4 por ciento, es casi 5 puntos porcentuales superior al que registra nuestro país, situándose a la cabeza Dinamarca y Francia (34,6 por ciento), a casi 9 puntos porcentuales por encima de los niveles españoles.
Como los milagros son propios del campo de la religión, no se puede engañar a los ciudadanos españoles diciendo que es posible construir y mantener un Estado de Bienestar homologable al de otros países europeos con larga tradición socialdemócrata y a la vez proponer una bajada de impuestos. Así que menos palabrería en los discursos políticos y más políticas verdaderamente redistribuidas.
Por supuesto que es necesaria una tarta económica más grande, pero también se precisa de un mejor reparto para que los trozos que reciben los ciudadanos con menores ingresos sean mayores. Si no deseamos que las distancias en los niveles de renta sigan siendo milenarias en España, no cabe otra solución que abordar profundas reformas en el campo de la fiscalidad y en el diseño y contenidos del Estado de Bienestar.
Recuperación: qué y cuándo
Ahora que se habla tanto de la recuperación de la economía española después del crecimiento del 1,4 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) en 2014, es preciso recordar lo que se entiende por recuperación. Según el Diccionario de la Real Academia Española uno de los significados de la palabra recuperar es “volver a tomar o adquirir lo que antes se tenía”. Desde esa perspectiva, cabría hacerse múltiples preguntas sobre qué y cuándo se producirá una recuperación de los efectos negativos de la crisis que comenzó a manifestarse durante 2008. En lo que sigue me propongo realizar un recorrido sobre la posible evolución de dos indicadores económicos (el PIB por habitante y la deuda pública) para tratar de visualizar lo difícil que va a resultar concretar en hechos la anunciada recuperación. Se podría hacer algo similar con otras variables económicas, tales como el empleo, los salarios, las pensiones, o las perdidas patrimoniales derivadas de la caída de precios de la vivienda, pero ello rebasa con mucho el espacio de un articulo periodístico.
El PIB por habitante español alcanzó su máximo histórico en 2007 al situarse en 27.200 euros, habiendo descendido hasta los 22.683 euros en 2014 (con el fin de que las comparaciones no estén distorsionadas por la inflación, todas las cifras se expresan en euros de 2014). Así pues, este indicador se ha reducido en 4.500 euros en los siete años transcurridos entre 2007 y 2014: en términos relativos, la reducción fue de un 17 por ciento. Pues bien, si el objetivo es recuperar los niveles pre-crisis, por ejemplo en un período de diez años (en 2025), el PIB per cápita debería crecer a una tasa anual acumulativa del 1,8 por ciento, que por cierto es la previsión de crecimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) para la economía española en el año 2016. Si ese objetivo se quiere rebajar a ocho años (dos legislaturas), la tasa anual acumulativa debería elevarse a un 2,3 por ciento anual, que es la previsión de crecimiento para 2015 establecida recientemente por la Comisión Europea. Estos resultados son pura matemática, pero ¿es posible sostener durante un largo periodo esas tasas anuales?. La respuesta dependerá de varias circunstancias, entre otras, de la política económica llevada a cabo y sobre todo por la evolución de la coyuntura económica internacional.
Cabe recordar que el PIB por habitante en España aumentó a una tasa anual del 1,5 por ciento a lo largo de los treinta y ocho años transcurridos desde la recuperación de la democracia, partiendo de una cifra de 13.163 euros en 1977. Claro que en este largo periodo hubo etapas en los que el ritmo de crecimiento fue muy superior, como fue el caso de los trece años de los gobiernos de Felipe González (1983-1995) en los que la tasa anual fue de un 3 por ciento, o la etapa de los ocho años de gobierno de José María Aznar (1996-2003), en los que el PIB por habitante experimentó un incremento del 3,3 por ciento anual. Estas cifras contrastan con la caída experimentada en los tres años de gobierno de Mariano Rajoy (-1,7 por ciento anual), o en los ocho años de los gobiernos de Zapatero (-0,3 por ciento anual). En todo caso, las cifras anteriores ponen de manifiesto que recuperar los niveles de PIB por habitante del año 2007 es un objetivo que muy probablemente -dadas las perspectivas actuales- no se alcance hasta pasada una década.
Por otra parte, la deuda pública que tiene contraída España se elevaba a finales de 2014 a 1,034 billones de euros, el máximo nivel alcanzado en más de un siglo. Sólo en el último año la deuda pública española se incrementó en 68.000 millones de euros, lo que significó un aumento del 7 por ciento. En otras palabras, si se quisiese eliminar toda la deuda pública, España tendría que dedicar la producción obtenida en un año a tal objetivo. Las previsiones apuntan a que nuestra deuda pública seguirá creciendo en los dos próximos años hasta alcanzar un 102 por ciento del PIB a finales de 2016. En 2007, antes del comienzo de la crisis, el monto de la deuda pública española ascendía a 383.798 millones de euros, lo que significaba un 36 por ciento del PIB, el nivel relativo más bajo de los últimos veinticinco años: habría que remontarse a 1983 para encontrar un nivel más bajo de la deuda pública con respecto al PIB. Desde entonces la cuantía de la deuda no ha dejado de crecer. El gobierno de Zapatero dejó “en herencia” un nivel de deuda de 743.531 millones de euros (69 por ciento del PIB) y el de Rajoy se ha encargado de elevarla a 1.034.000 millones de euros (98 por ciento del PIB): un incremento de unos 300.000 millones de euros en tan sólo tres años, lo que equivale a un aumento de casi 30 puntos porcentuales del PIB.
La deuda pública por habitante en España -en términos de euros constantes de 2014- era en 1977 de 1.816 euros, mientras que el PIB per cápita en ese año se situaba en los 13.163 euros. En los momentos actuales la deuda pública por habitante ha alcanzado los 22.254 euros y el PIB per cápita ha retrocedido hasta los 22.683 euros. Por tanto, se ha pasado de una relación de 7 a 1 entre la producción por habitante y la deuda pública asignada a cada español a prácticamente una paridad entre ambos indicadores. Sin embargo, a pesar de la gravedad de estas cifras de endeudamiento público, sobre este asunto apenas se habla más allá de que la deuda pública hay que pagarla, sin precisar en que cuantía se pretende rebajar en los próximos años, ni que nivel debe alcanzar en relación al PIB si hay una recuperación de la economía española.
Con el único fin de plantear un escenario para la discusión de cómo afrontar la grave crisis de deuda soberana que padece nuestro país, se puede concretar un objetivo no muy ambicioso: reducir en veinte años la deuda pública española al límite máximo establecido por los Tratados comunitarios (60 por ciento del PIB). Dados los niveles de deuda actuales, tal objetivo supondría un superávit primario (diferencia positiva entre ingresos y gastos públicos, excluida la partida de pago de intereses de la deuda pública) de unos 20.000 millones de euros anuales, cifra que habría que detraer en gran parte del gasto público, en detrimento de inversiones en sanidad y educación, por citar a dos partidas relevantes para el bienestar de los ciudadanos y la productividad del país. Y ello se produciría con mayor probabilidad si se llevan a cabo sucesivas reducciones de impuestos tal como defiende el gobierno actual, pues aunque se mantenga la recuperación de la economía en los próximos años, es muy poco probable que el comportamiento de los ingresos fiscales permita un crecimiento del gasto público y a la vez generar un superávit primario de 20.000 millones de euros anuales, Por cierto, a esas cifras habría que añadir el pago de más de 30.000 millones de euros anuales en concepto de intereses de la deuda pública vigente.
Frente a este panorama, y ante un objetivo tan modesto de desendeudamiento como el planteado, cabe preguntarse qué hacer para reducir nuestra abultada deuda pública actual. Son tres las vías principales que se pueden combinar en diferentes proporciones: un impuesto sobre el patrimonio, la inflación y las políticas de austeridad. Un impuesto excepcional sobre el patrimonio es la solución más justa y eficiente. En su defecto, la inflación podría desempeñar un papel de cierta utilidad, pues esta ha sido la vía utilizada en la historia para reabsorber deudas públicas importantes de algunos países. La peor solución, tanto en términos de justicia como de eficiencia, son las políticas prolongadas de austeridad. Sin embargo, esta es la única solución que se aplica actualmente en la Unión Europea y que se sigue en nuestro país desde mayo de 2010. Teniendo en cuenta que la vía de la inflación para un país de la zona euro es una opción muy limitada, dados los objetivos antiinflacionistas del Banco Central Europeo, cabe plantearse la siguiente alternativa: establecer un impuesto excepcional sobre el patrimonio durante los próximos años y dedicar el potencial de crecimiento del resto de los ingresos públicos a recuperar los niveles de gasto social e inversión pública tan deteriorados como consecuencia de la crisis y de las políticas de austeridad.
La ventaja de una solución fiscal como la propuesta permite exigir un esfuerzo en función del patrimonio de cada ciudadano, estableciendo a tal efecto diversos grupos: podrían quedar exentos los patrimonios netos de menos de un millón de euros, se podría gravar con un 1 por ciento los patrimonios comprendidos entre uno y cinco millones de euros, y con un 2 por ciento a la fracción de patrimonios superiores a los cinco millones de euros. Si se supone que la distribución de la riqueza en España se aproxima a la de la media de la Unión Europea, este impuesto progresivo sobre el capital privado permitiría obtener una recaudación -según las estimaciones de Thomas Piketty- en torno a un 2 por ciento del PIB, generando en el caso español unos 20.000 millones de ingresos anuales adicionales, que se deberían dedicar exclusivamente a desendeudamiento, a través por ejemplo de un fondo de «redención» como el propuesto en 2011 por un consejo de economistas alemanes.
Para finalizar, sería bueno que las diferentes opciones políticas concretasen cuales son sus objetivos temporales y medidas concretas para acabar con la crisis de deuda pública que tan gravemente afecta a España y así los ciudadanos podrían tener elementos de juicio para decidir su apoyo electoral. Como ciudadano preocupado por el futuro de mi país, aquí simplemente he esbozado un escenario dentro de las distintas alternativas posibles. Espero que al menos sirva para que nuestros representantes se tomen la molestia de concretar otras vías.
Los Estados Unidos de Europa
Publicado en el diario La Nueva España el domingo, 20 de abril de 2014
La perspectiva de unos Estados Unidos de Europa, según la formula del escritor y político francés Víctor Hugo (1802-1885), correspondía a un ideal humanista y pacifista que fue brutalmente desmentido por los trágicos conflictos que destrozaron el continente durante la primera mitad del siglo XX. Después de varios intentos de integración, el proceso actual surge de los rescoldos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), conflicto en el que hubo 55 millones de muertos, 35 millones de heridos, 3 millones de desaparecidos y 30 millones de personas desplazadas o deportadas.
Desde aquel 9 de mayo de 1950 en que Robert Schuman, entonces ministro francés de Asuntos Exteriores, propuso la unión de la producción y el consumo del carbón y del acero de Francia y Alemania, a la que pudiesen integrarse después otros países europeos (conocida por las siglas CECA), han transcurrido ya sesenta y cuatro años, durante los que se han combinado sucesivos procesos de profundización en la integración económica y de ampliación territorial de los seis Estados miembros iniciales.
La Unión Europea de hoy está constituida por 28 Estados miembros que suman 4 millones de kilómetros cuadrados y una población de 503 millones de habitantes –la tercera del mundo después de China y la India-, que tiene que entenderse a través de 24 lenguas oficiales, y en la que 18 de esos Estados tienen una misma moneda: el euro. Con el 7 por ciento de la población mundial, la Unión Europea tiene un Producto Interior Bruto de casi 13 billones de euros, mayor que el generado por los Estados Unidos, y es el primer bloque comercial al representar el 20 por ciento de las transacciones comerciales mundiales. Sin embargo, la magnitud de estos datos no debería hacernos olvidar las deficiencias y limitaciones de la configuración política europea, pues a pesar de los avances realizados, hoy se puede seguir afirmando que la Unión Europea es “un gigante económico, pero un enano político”.
La polémica inicial entre los padres fundadores, federalistas (Altiero Spinelli) y funcionalistas (Jean Monet), que se decantó finalmente hacía estos últimos, dio lugar a un largo proceso de pasos sucesivos hacia una entidad “sui generis” en el ámbito internacional que es la Unión Europea, en la que se entremezclan aspectos de integración plena con meras acciones de cooperación.
La actual Unión Europea no es, desde luego, toda Europa, pero durante algún tiempo ha sido su motor principal, y en ciertos momentos su núcleo más creador y dinámico. Europa no existirá como entidad real si la Unión Europea no culmina con éxito su proyecto. En mi opinión, el proyecto de integración europea se ha tomado unas largas vacaciones desde que el socialista Jacques Delors -el más preclaro presidente que ha tenido hasta ahora la Comisión europea- se fue en 1995, después de diez años al frente de esta institución y de haber impulsado objetivos tan importantes como el mercado único y el euro.
Después de una década de grandes avances en el proceso de integración –la de los años noventa- se produjo el fracaso del ambicioso proyecto de reformas que contemplaba la Estrategia de Lisboa –aprobada en marzo de 2000- que tenía como objetivo que en 2010 la Unión Europea fuese “la economía basada en el conocimiento más dinámica y competitiva del mundo, capaz de un crecimiento sostenible, acompañado de más y mejores empleos, y de una mayor cohesión social”. Posteriormente, se produjo otro nuevo fiasco en el camino de la integración: la no ratificación de la Constitución europea que firmaron los Jefes de Estado y de Gobierno en Roma el 29 de octubre de 2004. La entrada en vigor en diciembre de 2007 del Tratado de Reforma de Lisboa –sustituto de la frustrada Constitución- no ha resuelto los problemas institucionales y de gobernanza que sigue teniendo la Unión. Y, por otra parte, con la crisis financiera que comienza en septiembre de 2008, la mayor preocupación de la política comunitaria ha pasado a ser la lucha contra el déficit y los programas de austeridad económica.
En definitiva, la Unión Europea está hoy estancada a medio camino entre un pasado complejo y un futuro por construir, que -además de factores difíciles de prever- debería de depender más de la voluntad y el compromiso de los movimientos ciudadanos paneuropeos que de las decisiones de los gobiernos de los Estados miembros. Las próximas elecciones al Parlamento europeo deberían servir para debatir si se avanza o no hacia una fase de mayor integración, o bien la alternativa es quedarnos en un proyecto que se conforma con pequeños pasos como la unión bancaria a plazos y una mayor supervisión y coordinación de las políticas presupuestarias nacionales.
Una cuestión clave que –a mi entender- debería ser objeto de debate sería la siguiente: ¿es posible construir una verdadera Unión Europea con un presupuesto comunitario como el actual? Me explico, el presupuesto para 2013 ascendía a 150.900 millones de euros, que puede parecer importante en términos absolutos, pero que sólo representa el 1 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) de la Unión Europea. Frente a estas cifras, el gobierno federal de los Estados Unidos –país poco proclive al desarrollo del sector público- tiene un presupuesto que supone casi el 20 por ciento de su PIB. Con este presupuesto, el gobierno de Washington puede afrontar verdaderas políticas anticíclicas y desarrollar gran parte de las políticas sociales en todo el territorio norteamericnao. Es claro, que con un presupuesto como el comunitario la Comisión europea no puede hacer frente a los llamados shocks asimétricos y son los Estados los que tienen que afrontarlos con políticas nacionales. Consecuencia de todo ello es que en la Unión Europea la presión fiscal, el gasto público y la cohesión social presentan grandes diferencias entre países.
Si a esto unimos que el presupuesto de la Unión Europea se financia con aportaciones de los Estados miembros y sólo en una pequeñísima parte con recursos propios, tenemos el problema derivado del cálculo de “cuanto aporto y cuanto recibo”, que ha dado lugar a las demandas de reducción de aportaciones al presupuesto comunitario por parte de ciertos países, cuyo ejemplo más emblemático es el llamado cheque inglés.
Otro aspecto a considerar es la falta de un proyecto de armonización fiscal, que evite las distorsiones actuales entre países, especialmente en el caso de la base y de los tipos del impuesto sobre sociedades; por cierto, demanda ya planteada desde 2007 por el Partido Socialista Europeo (PSE). En esta línea cabe recordar que el PSE adoptó a finales de los noventa un documento sobre la fiscalidad en el ámbito de la Unión Europea. En este documento se constataba una realidad que venía siendo ya analizada –tanto en el plano académico, por Malinvaud y Drézè, como en el político, por Delors-, y que ponía de relieve que resultaba insoportable para el empleo en Europa que la mayor fiscalidad relativa en los sistemas de protección social la soportasen los trabajadores menos cualificados, lo que explicaría la concentración del desempleo en los más bajos niveles de cualificación. Más aún, esa realidad sugiere la existencia de una enorme contradicción: las actividades intensivas en mano de obra (más proporción de trabajadores no cualificados) estarían financiando la menor fiscalidad efectiva de las empresas más intensivas en capital (menor proporción de trabajadores de baja cualificación). Por eso ya no tiene sentido alguno rebajas universales de las cotizaciones sociales, sino que éstas deben de producirse de modo selectivo si lo que se pretende con ellas no es la reducción de la presión fiscal sino el incentivo del empleo de colectivos que se encuentran en mayores dificultades. A ese respecto, la respuesta del PSE fue la de explorar nuevas fuentes de financiación de la Seguridad Social. En aquellas fechas, la propuesta de los socialdemócratas europeos consistía básicamente en mantener que las cotizaciones a cargo de los trabajadores deberían de seguir relacionadas con sus salarios, pero en la parte correspondiente de las empresas se proponía introducir una nueva base de cotización, que iba más allá de los salarios al incluir todo el valor añadido de la actividad empresarial (salarios, dividendos, rentas e intereses). De esa forma se diversificaría la carga fiscal y se podría corregir la discriminación que actualmente opera a favor de las empresas intensivas en capital. Claro que para que la puesta en marcha de esta medida no generase peligros de deslocalizaciones intraeuropeas sería necesario que se adoptase simultáneamente por el conjunto de los países europeos. Y eso requiere que exista una verdadera armonización fiscal. Otra cuestión a analizar sería la deslocalización de las empresas intensivas de capital hacia áreas no europeas libres de este tipo de cargas.
Por tanto, se necesita un verdadero proyecto de integración europea que contemple, entre otros asuntos, el aumento del presupuesto comunitario, la armonización fiscal, la reforma en las fuentes de financiación de la Seguridad Social, la convergencia en los Estados de Bienestar, así como una posición negociadora común en las instituciones internacionales, especialmente en la Organización Mundial de Comercio (OMC) en relación al establecimiento de aranceles que eviten el dumping social y el medio ambiental que practican muchos países emergentes que no respetan las normas laborales de la Organización Internacional de Trabajo (OIT), ni cumplen los límites contemplados en el Protocolo de Kioto sobre el cambio climático.
Otra cuestión pendiente es la reforma institucional. En este sentido, recuerdo que cuando asistía en los primeros años noventa -acompañando al entonces ministro Carlos Romero- a los Consejos de Ministros de Agricultura, se necesitaban días y noches para tomar decisiones en el ámbito de la Política Agraria Común (PAC) con el fin de aunar los intereses de la Comisión y el de los 12 Estados Miembros que por entonces componían la Unión Europea. Ahora con 28 Estados miembros la toma de decisiones debe resultar harto complicada, de ahí la necesidad urgente de un verdadero gobierno comunitario que salga de unas elecciones y que responda políticamente ante el Parlamento europeo y no ante los gobiernos nacionales.
Un elemento fundamental –por cierto poco considerado- para que el proceso de integración europea se canalice adecuadamente serían los avances substanciales en las tecnologías del lenguaje –en las que la Unión Europea venía siendo líder mundial- para facilitar la comunicación entre 500 millones de personas que tienen 24 lenguas oficiales diferentes.
Por otra parte, cabe señalar que un proceso que avance decididamente hacia la culminación de la integración política y económica europea sería una posible forma de superar –por elevación- los conflictos territoriales españoles, pero para ello tendríamos que hablar menos de España y más Europa. Espero que el próximo 8 de mayo –declarado oficialmente día de la Unión Europea- el camino hacía los Estados Unidos de Europa comience a vislumbrarse en la lontananza.
Finalmente, la falta de pedagogía política hace que mayoritariamente la opinión pública ignore que un Comisario europeo puede ser cesado por defender los intereses del país que lo propuso frente a los intereses comunitarios. Tampoco resulta muy coherente decir que un eurodiputado español va al Parlamento europeo a defender los intereses de España, sino que debería ir a defender una forma y un modelo de construir la unidad europea. Esperemos que la campaña electoral sirva para debatir las diferentes ideas de la construcción europea y no para hablar de problemas locales, regionales y nacionales, que ahora no toca.
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